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Pablo Neruda (de su poema sucede).
Sucede que me canso de ser hombre / sucede que me canso de mi piel y de mi cara / sucede que se me ha alegrado el día, coño / al ver al sol secándose en tu ventana tus bragas.
Extremoduro (de su canción sucede).
obentraut strasse 9
cuando josefina murió tenía 84 años. no pude acercarme a su último cumpleaños, cuando andrés volvió a probar una magdalena después de unas décadas de abstinencia sin tomar un sólo dulce y el día en que francisca estrenó su nueva cadera de titanio bailando un pasodoble con diego, don diego de la hara, el único que presumía en la residencia de tener un lastre de sangre azul. había conseguido un trabajo de unas cuantas horas en una librería del centro, sólo por las tardes, así que me perdí cuando vistieron de princesa a josefina, con el traje con el que estuvo a punto de casarse, allá por los años cuarenta. siempre mantuvo el mismo tipito de señorita delgada y risueña, con pómulos marcados y cabellera delicada, como su piel, con tendencia a quedarse más cerca del chasis de su cuerpo que de estirarse a base de una agradecida y regular dosis de pucheros y cocidos. su boda, cuando ya había conseguido la plaza fija en una escuela de cádiz y esperaba a un crío, no llegó a celebrarse. su prometido se esfumó unas semanas antes, a américa, y jamás supo que luis, a los pocos meses de nacer, se volvió con dios, como decía josefina, que miraba al suelo y guardaba silencio unos minutos, hasta que me preguntaba una vez más qué día es hoy y quién era yo. así era su memoria, aterrizaba y despegaba, se encendía y se apagaba, describía con exactitud de cinematógrafo su infancia en el norte de áfrica, en larache, o sus paseos en bici cuando la ingresaron en un internado de inglaterra, cerca de londres, para luego largarse como el rastro de humo de un fósforo, hasta que algún detalle, algún descuido proporcionado por la rutina, volvía a darle al interruptor de las luces en el desordenado camerino de su cabeza. nunca se enamoró de nuevo, aunque andrés, en la residencia, no dejaba de tirarle los tejos, pero ella decía que no le gustaba, que corría como un loco cuando se subía a su silla de ruedas eléctrica. en el álbum de recuerdos de josefina no apareció nadie más. se entregó por completo a la enseñanza, a los niños, a los que amaba con pasión como si todos fuesen luises o luisas, como si pudiera llenar con ellos aquel hueco vacío que se le quedó en el pecho. luego vino el incendio en casa y la compasión de una sobrina cuando la cabeza de josefina apenas salía de las tinieblas. la visitaba todos los martes, por la mañana, un día antes de nuestros paseos. ella me hablaba en blanco y negro y yo le pintaba a duras penas el presente, sus adelantos tecnológicos y sus atrasos en urbanidad, a modo de portada de periódico, como la de aquellos que guardamos sin saber por qué, ya amarillentos, en la estantería, con el tiempo detenido en sus entrañas.
javier m.
Ocurre que los divorcios
insuflan ideas disparatadas
en los demandantes.
Mi hermano
en vez de matar a nadie
compró un balón de baloncesto.
Un domingo por la tarde
nos citó para jugar
en el ocaso de una resaca.
Por esa época
no éramos socios de ningún club
y no teníamos dinero ni espacio
para comprar una cancha.
Así que mi otro hermano dijo:
-Saltemos la valla de mi antiguo instituto.
Aunque éramos más altos y gordos
parecía que la valla del instituto
había crecido también.
Pero mi hermano-el otro- dijo:
-Les enseñaré cómo.
De repente sin saber cómo
estábamos los tres
en lo alto de una valla
alta y gorda
paralizados por la risa.
Y allí estaba mi hermano –el divorciado-
con su divorcio, su hipoteca,
su niña pequeña
su fin de mes
y sus ciento cinco kilos de carcajadas.
Y allí estaba mi hermano –el otro-
con su explosiva adolescencia
cabalgándole las sienes
su delincuencia juvenil
y su cuerpo fibroso temblando.
Y allí estaba yo
con mi aliento de nostalgia
mis billetes de lotería en la basura
mis poemas inconclusos
y mis ochenta kilos llorando de alegría.
Y la vida de repente
era una valla alta y gorda
que te atrapa
y sin embargo
maravillosa.
liesen strasse 223
el 24 era el autobús más lento de toda la flota. no sólo porque su recorrido desconfiaba de los renglones excesivamente rectos hacia el centro de la ciudad, además los cacharros más viejos se jubilaban en esta línea, algo así como un cementerio de elefantes locomotores . a las 7.45 horas, por tanto, mientras alcanzaba un huequecito en el fondo junto a la puerta de salida, a compás de párkinson, siempre terminaba de hacer la digestión de un café y una tostada bien quemada con mantequilla. fue en ese preciso momento, al repasar si me había dejado algo encendido en casa, cuando una chica pelirroja, con aire de maureen o'hara, también pecosa, antes de bajarse en la parada de nervión, me dijo que le encantaba mi húmero. de repente dejé que mi cuchitril pudiera seguir ardiendo en mi cabeza para seguirla con la mirada mientras, palpando con la mano libre el cuerpo, adivinaba dónde diablos podría encontrarse el húmero. debía de ser estudiante de medicina, pensé, aunque no tenía por qué, volví a pensar al instante siguiente. de cualquier forma aquella noche dormí con un volumen de anatomía humana bajo la almohada y algunas palabrejas como olécranon, trocánter mayor o cresta ilíaca en la memoria por si volvía a tropezármela y me daba tiempo a desenfundar algún piropo huesudo. pero la rutina amanecía exacta cada mañana, el 24 seguía llegando impuntual, las tostadas quemándoseme, el fondo del autobús vacío de pecas. esperé un tiempo. un poco más de tiempo aún. y no conseguía olvidarla. era entrar por las escaleras, picar el bonobús y echar un vistazo fugaz hacia el tumulto que se apretujaba ojeroso y cabizbajo por el pasillo, cada cual en sus pensamientos, cada cual incapaz de contener tantos impulsos acumulados en forma de imágenes y palabras con recuerdos, voces, deseos y malditos pasos que no fuimos capaces de dar en el momento adecuado. todo junto y revuelto. todo junto y a la vez separado de la realidad, ahora que la realidad no vuelve como la imaginamos. así, con descuido, con descuido de pasajero, empecé a mirar por la ventanilla el reflejo de las luces que despertaban. y así, como esas manchas de colores que se forman cuando la velocidad confunde los objetos estáticos, fui perdiendo a la chica que se enamoró de mi húmero, a ritmo de 24, desde el fondo del autobús, parada a parada.
javier m.
Lo importante, capital
es no morirse
mientras se comen coles que saben a pescado
y pescado que sabe a coles
en un comedor que parece
un crematorio industrial
eso sí, a 3,50.
Lo importante, capitán
-en ese comedor-
es que desde otra mesa te mire la chica
y sentirte hermoso
y al rato ridículo
porque jamás la follarás
en el coche de su padre.
Lo importante, capital
es escalar la pirámide
culo arriba como puedas
y tener la suerte de
hacer que haces algo
y que tu jefe –que también hace que hace-
lo vea.
Lo importante, capitán
es sonreír en las fotos
y ser acicaladamente feliz
y hablar de los marginales
que no lo son
y que tu amigo –que también sonríe en las fotos-
lo vea.
Lo importante, capital
es hacer que estas muerto
mientras los demás hacen que están
en el velatorio de tu vida
cuánto valor pierden las lágrimas
si todos lloran, qué largo este día
qué corto mi entierro.
Lo importante, capitán
es llegar a casa
con los sueños de sueldo mínimo
con lágrimas de ocho horas al día
presto a atrapar con mis negros pulmones
todo el aire de tu boca
y volver a empezar.
heinrich roller strasse 31
cuando li wu sacó el billete de cinco euros con el que pagaría una bolsa de manzanas, un tetra brick de leche y un paquete de pastillas avecrem, que era, esto último, lo que verdaderamente le llevó al dia de la esquina, reparó, decía, en el gesto taciturno y mecánico, también fugaz e indolente, sobre todo indolente, de raquel, la nueva cajera. desde que llegó de haikou con su hijo de cuatro años, el febrero pasado, no se había fijado en ninguna chica. el recuerdo le pesaba demasiado, wei chi le seguía susurrando canciones al oído cada noche y se resistía a olvidarla, aunque ella le hizo prometer, en la misma cama del hospital, que volvería a empezar de nuevo. aquella promesa, aquellos ojos de wei chi a punto de cerrarse para siempre, abrieron la puerta del compartimento c de un buque de carga, nauseabundo y paralítico, con rumbo a europa, la maleta decimonónica del abuelo agarrada con fuerza en una mano y con la otra la menuda del pequeño, abrazado a un diccionario de español-chino mandarín, chino mandarín-español, que compraron en el muelle, justo antes de embarcar, cuando descubrieron que en barcelona descansarían los esqueletos de unos contenedores apilados como un tetrix en el vientre del mercante. li wu le repetía a su hijo que gracias y por favor eran palabras mágicas que abrían muchas puertas en la vida, así que éstas fueron las primeras expresiones que memorizaron, a pesar de las erres. el resto de las lecciones las aprendieron sobre el terreno, cuando viajaron al sur, donde aguardaba un trabajo en el almacén de un familiar de un familiar de un tío lejano, aquí en sevilla, en el mismo barrio de rochelambert, cerca del dia de la esquina, donde está raquel devolviéndole la vuelta de cinco euros. li wu la mira, sonríe, le pide al pequeño li, ahora joseli en la guardería, que meta las cosas en la bolsa, y corrige su cortesía automática para despedirse con un adiós, guapa, sin erres de por medio y recordando los misiles linguísticos desde la ventana de miguel, el vecino del bajo izquierda que le enseña a cocinar lentejas con chorizo, también un poco de idiosincrasia personal, ahora que está jubilado y josefina se fue, como wei chi. suya fue la idea de llamar joseli al niño, también la de llevarlo a ver la cofradía del cerro del águila en semana santa, para que se fuera adaptando a los ídolos locales. li wu pidió el día libre para acompañarlos y llenó de preguntas la cabeza de miguel. también de recuerdos cada vez que un nazareno dejaba un caramelo en las manos de un niño.
javier m.