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jueves, 20 de mayo de 2010

Prosodema cárnico

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Túmbate en la cama, dobla las rodillas, apoya el cuaderno en tus cuádriceps y empieza a escribir. Desanímate pronto. Piensa que un poeta como tú no es capaz de estructurar un relato. Relee lo escrito he intenta continuar. Repliégate en tu caja torácica, da golpes de latidos arrítmicos. Angústiate. Suspira: deseas esconderte bajo tu ombligo. Prosigue. Inventa un argumento. No lo tienes. No me dejes a mí el peso narrativo. Diviértete. No aburras a la gente. Respeta su inteligencia. Cree sinceramente que esto merece el esfuerzo…

Llevo dentro a tantos escritores… (sigue, vas bien, estoy entre paréntesis…) ¿Quiénes somos? (Tú y yo somos uno, no puedes engañarme) ¿Quién eres? (Soy tú sin mí. Ficción real: lo que yo quiera.) Quiero dejar de hablar. Quiero empezar. Quiero decir. (¡Eso es! ¡Saca tu poeta y disfruta!)

Mis argumentos no tienen, en principio, un orden: los dejo fluir, como si fueran sangre. Ya se ordenarán cuando me ordene. No debería preocuparme. Estoy lleno de frases sueltas. No me concentro en nada. No tengo perspectivas, tengo sueños. Escribir me parece el menor de los errores. Con caótica disciplina me siento a escribir algo, noche sí día no. Intento completar ausencias imaginando respiraciones satisfechas. Hoy escribo esto y aunque existe una cronología siempre que escribo no sé dónde situar lo escrito. Siento que está deslavazado, que está cojo, que no es definitivo, que no dice nada, pero en el fondo sé que nuevamente construyo un fragmento connotativo de quién soy ahora mismo. Esta ficción es pura y vale más que lo que hay. He de probar cualquier cosa, escribir de corrido, escribir corrigiendo. Estoy lleno de saltos y lagunas. No aprendo a organizarme. De todas las cosas que me gustaría hacer la única que hago es escribir. No es poco pero es insuficiente. Me gustaría ser un deportista bohemio ¿Acaso tengo que explicar lo que eso significa?

Me abro el pecho y me inclino hacia delante: diez libros caen de la estantería de mis costillas. Las palabras están de mudanza (¡Dispárate, motívate!) Se me ha roto un espejo de tildes. Siento ser tan disperso (¡No te culpes! ¡Avanza!) ¿Dónde estoy ahora? ¿Dónde soy? (¡Sí señor, peléate contigo!) ¡Asume que no puedes escribirlo todo pero también que todo puedes escribirlo! ¿Qué más te da? No te exijas tanto. Sé imperfecto. Salta al siguiente párrafo. (Lo estás deseando.)

Estoy en mi casa. Me siento calle. Me siento gente. Siento una mala máscara de insípidas palabras. Bailo con la intensa fiebre de estar vivo. Muero con tu placer. Sufro los efectos de este afrodisíaco venenoso. Tengo ganas de llorar. Podría escribir un libro sobre las cosas que tengo entre los dientes. Nunca he estado tan cerca de la muerte como cuando nací. Se me duermen los libros en los brazos. Me levanto buscando la puerta todas las noches, palpando las paredes a tientas, pero no hay puerta. Nunca hay puerta. Tengo miedo de que no me dejen entrar en mi propia cárcel. Soy un vagabundo mental. Escribo un poema diario. Escupo demencias semánticas, desconciertos conceptuales, devaneos en rodajas despellejadas, dispersiones soldadas de acero, tachones con colmillos, pentagramas de calima. Describo esquirlas en la plenitud de la vida que no está a mi alcance. La noche se contempla, se contenta, se complementa y se completa contigo. Tengo ganas de llorar.

Procuro unir parejas para entender el mundo, para intentar construir mi propio criterio íntimo. Parejas de cosas. Un aire de llanto tan lento como un siglo de sueños resumido en una tormenta de verano. El trueno nos asusta porque nos recuerda la absurda mentira que vivimos. He dejado el retrete salpicado de frases y no puedo tirar de la cisterna. Mi vida de nada se inunda. Ya no sé qué escribir. Siento que las palabras que agrupo no tienen valor ni para mí ni para nadie. Voy a escribir poemas en los listones de madera de las persianas.

Las palomas beben de los charcos. Las moscas están tontas. Hay entidades
bancarias por todas las esquinas. Tiendas. Cabinas. Risas. No sé si la catedral llora o ríe.
Esta luz me gusta. No entiendo la ciudad, me falta verde, me sobran casas, me sobran coches. No entiendo la ciudad. A los lobos de zoológico no les brilla el pelaje. Somos animales en nuestro propio zoológico, nos exhibimos a nosotros mismos, contentos de nuestra euforia triste.

Con trémula fijeza mantengo mi mirada sobre un párrafo. No logro leer ni una sola frase seguida entendiendo lo que leo. No puedo concentrarme. Estoy así un rato, bailando entre hormigas con cuidado de no pisarlas, hasta que me doy cuenta: mi mente intenta volar hacia alguno de los fugaces, desordenados e indefinidos pensamientos que me invaden impidiéndome asimilar estas palabras que se desenfocan y desaparecen ante mis ojos. Casi sin proponérmelo, movido por una necesidad igual de impuesta que la vida misma, como poseído por una especie de inercia estúpida, estoy trabajando. Sí, trabajo en un párrafo, un párrafo efímero, escaso, tímido, un párrafo pequeño, sí, pero un párrafo dicho, un párrafo surgido de la imposibilidad de leer… o de la posibilidad de escribir. Describir con palabras la impotencia es, sin duda, un acto de considerable potencia.

Me pregunto qué es lo que ha quedado de mis antiguos juguetes y sólo puedo decir esto: un inquietante muñeco que me hace aterradoras muecas desde las oscuras esquinas de mi infancia y un embarazoso rompecabezas para adultos que me hunde en el desánimo; armatostes de miedo difuso, trastos de infinita e incómoda tristeza. Lo que yo quiero es bien distinto, lo que yo quiero es concentrarme en una distracción sin fin, vivir embriagado noche y día en un carnaval eterno; jugar, aprender a hablar claro. No obstante, mi sacro instinto derrama sin descanso su venerable llanto sobre los umbrales de las veredas de los sueños de asfalto y es que, a veces, tengo la impresión de que lo que escribo se vuelve contra mí y sin embargo me digo: “Escribe. No importa que no sepas cómo hacerlo, no importa que no sepas qué decir: hazlo, dilo todo, acepta que tu base es una anarquía desconcertada, desubicada, desquiciada, incompleta, malformada y caótica (ya pondrás orden en todo eso.) Responde a la llamada de la tentativa, considera el irresistible reclamo de la posibilidad. Date una tregua de reflexión fértil. Avanza. Esfuérzate y disfruta. No tengas miedo. No te importe escarbar en tu pasado, no te importe que otros hayan dicho –antes, después o al mismo tiempo- lo mismo que tú: esta es tu tentativa. Las cosas se hacen entre todos y para todos. No te importe equivocarte, no te fustigues más, no eches la culpa al otro, pero tampoco te la eches a ti mismo. Eres responsable, no culpable. No te exijas tanto, sé imperfecto pero sé, es un paso correcto. Sé como quieres ser, haz lo que quieras hacer. No te importe ser desordenado.

Me pregunto quién soy y se me ocurre que soy un suburbio de besos al vacío, un poeta ofendido que rumia palabras desasosegadas. Estoy bailando un tango con mi memoria. Me pregunto si todo lo que hacemos tendrá algo que ver con nosotros. Hay días en los que lo afirmaría desmotivado y hay otros días en cambio en los que lo negaría con absoluta rotundidad.
Quiero vivir con el tiempo desconectado. No me gusta este traje de actualidad prestado. ¿Cómo no voy a tener miedo si me han hablado tanto? Aún no me habían enseñado a hablar y ya tenía cosas que decir.

A veces no pienso en otra cosa que no sea un poema. Escribo frases a veces lacónicas, siempre surcos donde amasar versos dispersos, fisuras sin fronteras (este párrafo en realidad es la migaja de un poema inconcluso.)

Necesito otra dosis para pasar de la ensoñación al acecho, para no caer enfermo por ausencia de fiesta, para afrontar lo formidable de la vida necesito, de vez en cuando, otra dosis para compaginar las turbulencias de mi intuición poética, para lanzar muy lejos aquellas flechas de mi infancia que aún siguen en mi espalda.

Lo tengo todo escrito. Me contradigo. No me extraña. Canto derrota en papeles con pupilas. Fumo tabaco de pensar (fumar me hace más humo.) Tengo un loco que clasifica nubes para sobrevivir. Lo que pasa no es el tiempo. La eternidad es una engreída indiferente. Nada de lo que escribo me pertenece. Me dedico a estar aquí. Te miro y te quito el precio porque te quiero literal y literariamente. Adulto no es antónimo de niño. Desdeño los diccionarios. La palabra es un viaje de luz, una nostalgia posible y no una triste caja con resorte de la que salen palabras como ofertas de supermercado. Me horroriza una permanencia insulsa y confío ciegamente en que esta neurosis obsesiva se torne saludable y rubicunda. Me da pavor el cambio que me anima. Lo poco que es necesario saber se sabe sin querer. Otras veces simplemente no escribo pero eso aquí no cuenta como vida.

Dispongo de un extenso repertorio de frases sueltas listas para ser insertadas en el entramado que me espera. No me soportaría a mí mismo si escribiera sobre asuntos de los que nada sé o en los que ni yo mismo creyera. He empezado media docena de libros, he escrito centenares de comienzos prometedores y he tenido algunas ideas competentes, eso es todo; el resto está por hacer (como un gato que ha aprendido a abrir el frigorífico.) En cada comienzo subyace una historia. Aquí mismo, entre estas líneas, en las líneas mismas, late ya una; sólo me haría falta seguirla. Y si de esa continuidad resulta una amalgama de mi propio proceso de escritura, pues así voy a escribirlo.

“Esta vez será diferente”, le dijo. Él contestó con un simbólico redoble de tambor, confió en el color blanco y hundió allí todas las perspectivas posibles de las que disponía en aquel momento y comenzó a desfilar la cabalgata de palabras: pasó un avión como la piedra arrastrada de una pirámide. Levantó la tapa de la cafetera y se alegró de que aquellos borbotones hirvientes no fueran de petróleo. No quería pensar que aquella tarde sólo hacía frío en sus manos pero lo pensó, y lo sintió. Hay gente en mis pulmones celebrando una fiesta, les echo humo pero no logro que se vayan, la banda sonora de trompetas se extiende, llega al corazón y me eriza los ojos. No me gusta el silencio pero detesto aún más a la gente que habla y habla sólo para escucharse. Aprieto demasiado los dientes, aprieto demasiado los dedos, mis huesos no tienen tensión, mis ojos se visten de largo como la noche y se prueban camisetas de todos los olores: unas les quedan como el culo, otras como el mar, todas bien; no es absurdo el absurdo, ni ridículo. Echo de menos mear borracho sobre las olas a las tres y media de la mañana y saludar a la medusa que mastico –sin riesgo ni relajo- cada vez que –en esta tesitura de acercamiento marítimo- me da por intercalar miradas a la luna que está llena de espermatozoides brillantes pero muertos, vivos pero atrapados en una circunferencia déspota y caprichosa. Las paredes no hablan, las paredes no oyen, las paredes te comen si te las quedas mirando cierto tiempo, las paredes pueden cerrarse más de lo que crees. Me llevo las manos al grito por sentir cómo vibra. Descascarillo un poco el desconchón del techo y asoma la punta de una bota que se acaba escurriendo y cae como parida sin esfuerzo sobre un tachón de años azul marino. El cielo hoy tiene una joroba que me ayuda a mantener la frente en pie. Tres puntos de luz (¿Tres por qué?): uno en la yema del dedo índice, un segundo punto en el hueso que está encima de los ojos (no sé cómo se llama) y el tercer punto puede aparecer por cualquier sitio: ahora viaja a través del interior de mis cables. Nunca pensé que un bostezo pudiera aglutinar dos siglos de aventura y rutina. Las cucarachas son como agujeros negros. Tu belleza está hecha de escamas de un dragón que desconoce el espejismo. No me quedo contento con tu risa, tienes nidos de odio en la cara. No te preocupes por ella, sabrá llegar a la otra casa. No me abrumes, trabajo para mí ¿Qué hace la gente? Yo me asfixio (porque sé lo que es respirar hondo y tragarse la ciudad). Cuando tenga mi casa la llenaré de cosas y pintaré encima. Algún hijoputa en su día me robó los muelles del abrazo y ahora aprieto demasiado. Lo que menos me gusta de lo que nos han enseñado es el cómo lo han hecho, lo que más: tener que desaprenderlo todo (en eso paso la vida).

Antes de quedarme sin escribir por falta de ideas prefiero tomar nota de todo. Me trae sin cuidado si lo que escribo ha ocurrido o no, me limito a escribir. Garantizo mi estado con palabras, en ellas me recorto y me localizo. Ahora estoy arrugando un cucurucho de papel lleno de colillas. Lo arrojo a la papelera. La papelera está a rebosar y parece un enorme paquete de palomitas con corazón de ceniza, un enorme paquete de pestilentes palomitas, un puñado de palomitas sin sal en cuyo interior hay sólo ideas desechas.

La luz del flexo me hace daño en los ojos. El sistema de ventilación del ordenador portátil es uno de los pocos ruidos que escucho. Cuando miro fijamente la bombilla, desnuda de mí, me parece una luna quieta y loca que se ríe y si la miro de soslayo me insulta fanfarrona y temible como una mosca gorda y blanca que picara mil veces (siempre de noche y suavemente) debajo de los párpados. Quizás sabe que escribo sobre ella. Algunos insectos trazan hilos de luz con sus cuerpos como estrellas fugaces borrachas y se pasean por las letras de las hojas y los libros que encuentran desperdigados encima de la mesa.

Me he cansado de medir mis palabras y he decidido que a partir de ahora no tendré el más mínimo cuidado con lo que escriba. No pienso esmerarme en absoluto. Voy a resultar espantoso, provocaré la molestia, el bostezo y la indiferencia en el lector y lo haré porque sólo voy a hablar de mí, de mi angustia, de mi soledad y de mi miedo. Lo siento mucho pero ya me he cansado de medir mis palabras.

(Túmbate en la cama, dobla las rodillas, apoya el cuaderno en tus cuádriceps y empieza a escribir).

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