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miércoles, 1 de septiembre de 2010

paul lincke ufer 48

mi hermano tenía sida. pero lo mató el alcohol. la cirrosis. unas cervezas de más y terminó en la uci, luego en el tanatorio. cuando fui a visitarle al hospital aún estaba vivo. quería pedirme perdón, aunque los médicos aún le daban algunas probabilidades de salir adelante si superaba el tratamiento. hacía más de diez años que no lo veía. y no lo habría visto si mamá no se hubiera empeñado. era su ojito derecho. empecé a trabajar con catorce años, cuando papá murió. mamá no tuvo tiempo ni para guardar luto y enseguida encontró trabajo cuidando ancianos gracias a sus buenas relaciones con don francisco, el párroco. en aquella época manuel vagaba por el norte y sólo recalaba en casa para pedirnos dinero y robar cualquier cosa de valor que pudiera vender en los mercadillos. fueron entonces las primeras palizas que recibí de mi hermano. mi madre lloraba, pero cuando pasaba el tiempo y manuel volvía era incapaz de darle la espalda. vaciaba la hucha donde ahorrábamos para un aire acondicionado y le regalaba mi ropa. supongo que mamá no podía contener su lástima al ver la degradación obstinada de su hijo, cómo la piel se le agarraba al hueso, la voz se volvía una lija y los dientes empezaban a desaparecer, también cualquier sonrisa. o cualquier estado de sobriedad. entonces ya no me pegaba. mi cuerpo, doce horas en una panadería, recién cumplidos en septiembre los veintidós, era robusto y firme, y mamá evitaba que nos encontráramos. una noche, sin embargo, llegó a casa borracho y violento, llamando puta a mamá. no pudo meterse nada en vena y la emprendió a golpes con todo lo que encontraba en el salón. cuando conseguí sujetarlo se puso a llorar como un niño, como en la fotografía que mamá guarda en su mesita de noche de pequeño, con seis años, en blanco y negro y yo en la barriga de valentina, mirando a papá con disimulo. mi madre se ablandó y me pidió que lo soltara, momento que manuel aprovechó para ir a la cocina, coger un cuchillo y buscar mi pecho. cuando fui a verlo al hospital fue lo primero que me preguntó, si aún me dolía la cicatriz del pecho. le dije que no, pero mentía. como a las abuelitas y sus achaques con los cambios bruscos de tiempo, a mí se me encogía el corazón cuando me entraban ganas de llorar. era algo que no podía controlar. desde entonces creo que su engranaje anda defectuoso, como el de un reloj de pared que retrasa meticulosamente. aunque la hoja del cuchillo no estuvo tan cerca del ventrículo, lo sentí pequeño, minúsculo, cuando manuel no me soltó la mano allí en la cama, medio adormilado, recordando el día que fuimos todos al parque amate a celebrar su comunión.

javier m.

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