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martes, 15 de junio de 2010

storkower strasse 32

el turno de noche era el más jodido. era imposible que no te entrara sueño a cualquier hora pese a las dosis de café solo en termo de ikea y los cigarrillos que se acumulaban retorcidos casi sin consumir en el cenicero. así que en nuestra ruta diaria siempre reservábamos una hora escasa, entre las tres y las cuatro de la madrugada, cuando más apretaba el letargo, para visitar el cementerio de san martín de unx y echar una cabezadita antes de seguir patrullando por el resto de aldeas de la comarca. era el único sitio donde podíamos descansar tranquilos, sin temor a que alguien nos descubriera. el sargento rodríguez siempre creía escuchar ruidos de cadenas, e incluso voces enlatadas que se podían descifrar cuando el viento soplaba con menos desgana, pero la verdad era que a los dos minutos de acomodar el asiento y quitarme el cinturón de seguridad lo único tenebroso que yo escuchaba era la frecuencia de la guardia civil. una noche, sin embargo, las voces enlatadas del sargento rodríguez empezaron a olisquear los pies del land rover. las primeras sacudidas no me despertaron, sí las de rodríguez, que apenas podía articular palabras por los temblores de su cuerpo. “sal tú si quieres a ver qué pasa, yo con esta neblina y ese frío no salgo por nada de este mundo, o del otro”, le replicaba con un ojo medio abierto y una sonrisa medio dibujada. pero ahora que estaba despierto sentí cómo el vehículo se balanceaba con violencia, como por una embestida. entonces encendí los faros. la niebla era tan espesa que el cementerio aparecía como un escenario de película expresionista a punto de que algún director de cine en silla de director de cine gritara acción. nada. sólo la bruma, como cortada en inmensos bloques de hielo, caminaba a paso de fantasma por delante de las lentes del coche. bajé la ventanilla y con la linterna escarbé en la oscuridad, con el ánimo más inquieto y los brazos del sargento tirando de mi chaqueta. al instante dos lucecillas rojas empezaron a acercarse a toda leche hacia mi puerta, con una respiración entrecortada y unos leves destellos delante, como de marfil. sin mucho más tiempo para reaccionar o para saber qué diablos era aquello, nos encontramos de nuevo bailando en la tapicería del coche mientras el jabalí, un jabalí forajido, volvía a arremeter contra nosotros antes de salir despavorido hacia la oscuridad y el frío de las tinieblas. tardamos unos minutos en recuperarnos del susto, algunos más en hacer cualquier tipo de ruido por temor a que la criatura todavía estuviera rondando por el cementerio. pero al rato le encendí un ducados al sargento rodríguez, apuramos las últimas tazas de café y saqué mi parchís magnético de la guantera. esta vez juego con las rojas, le dije mientras esperábamos los primeros destellos de la aurora.

javier m.

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