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sábado, 19 de junio de 2010

helsingforser strasse 17

quería llamarla priscilla, pero su auténtico nombre era adriana. maría adriana bermejo alatorre. rondaría los cuarenta y muchos, aunque siempre que la veía por el carril bici llevaba una falda por encima de las rodillas, dejando admirar unas piernas atléticas y carnosas que hacían juego con su baile de cadera y unos tacones de aguja que desafiaban cualquier equilibrio. parecía una marilyn de piel tostada y maquillaje excesivo. por las mañanas paseaba a doña eulalia, una señorona adinerada del barrio antiguo de nervión cuya silla de ruedas chirriaba tanto como las articulaciones de aluminio de mi vieja bh. las tardes se las dedicaba a doña gertrudis, también señorona, también de nervión, pero ya sin apenas movilidad. sólo hablaba con los ojos, de un verde mar claro que parecían sonreír cuando bajaba a la terraza a sentarse en el banco con las últimas luces de sol acariciando la rutina que se apagaba de la ciudad. con estos dos trabajillos tiraba para adelante adriana y saldaba algunas deudas con su familia en chile. cuando la conocí en la exposición fotográfica de ignacio valdés rescaté de mi memoria aquella fragancia con la que identificaba el principio del otoño y el fin del verano, esos días en los que uno va mudando la sensibilidad con cada atajo del tiempo hacia la oscuridad, el frío y las primeras hojas kamikaces invadiendo el espacio aéreo. el propio ignacio nos presentó como colegas de gremio y la besé en las comisuras de sus labios, agarrando un poco de carmín. le dije que la veía todas las mañanas en mi camino a la biblioteca mientras ella conducía con torpeza la silla de eulalia, casi siempre a la altura del hotel portaceli. su obsesión eran los maniquíes. llevaba más de diez años haciéndoles fotos. desnudos, disfrazados, asexuados, provocativos, en la cama, desconchados, posando, en grupo, pintados de colores, mirando de reojo al vacío, mirando al vacío del objetivo con el que adriana quería atrapar el lado más humano de estos seres inertes. antes de quitarnos la ropa en su apartamento me enseñó varias de sus naturalezas muertas y le dije que me recordaban a los cuadros de paul delvaux. también le pregunté si todos los maniquíes que decoraban su habitación fueron amantes suyos. entonces cogió una vieja polaroid que tenía guardada en un baúl del que salían piernas y brazos de cera y me dijo que no me moviera mientras me sostenía los labios con los suyos. después de escuchar el flash no pude evitar mirar hacia ese artefacto mágico que escupía un trozo de papel que se iba coloreando poco a poco entre el pulgar y el índice de adriana, dirigidos desde la muñeca con un suave movimiento de oleaje. cuando terminó de positivarse sólo aparecía mi rostro en la fotografía, con el gesto congelado, maniatado, como el de uno de esos maniquíes besando desde el interior de un escaparate a una amante invisible.


javier m.

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