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domingo, 6 de junio de 2010

chaussees strasse 65

lurdes todavía conserva sus pecas de adolescente. cuando algo le hace gracia de verdad se sacude un poco los muslos de las piernas con sus pequeñas manos para luego, automáticamente, taparse la boca, como si se le fueran a escapar las ganas de reír. es profesora de inglés y siempre sale corriendo tras la última clase para no perder el autobús de las 9, que está a punto de marcharse, pero lurdes, carpeta y libros en mano, cuarenta metros de carrera, otros tantos para sus pechos generosos, logra atrapar la atención de esteban, y su sonrisa, fugaz como este deseo por la piel y el movimiento. tiene una cicatriz en el labio superior y pocas ganas de volver a casa cuando deje el 27 en las cocheras. hace tiempo que hermana se quedó sin trabajo, también un poco sin vida cuando regresó de noruega sin krike. no quiere hablar todavía de aquello, aunque en realidad no habla de nada y las cenas en el comedor, donde aún resuenan los ecos de cuando éramos niños, con padre y madre, son cada vez más insoportables. se pasa el tiempo leyendo en el sofá y pintándose las uñas de colores diferentes. ayer ni siquiera, mientras estaba trabajando, fue capaz de abrirle la puerta a federico, el vecino del cuarto, que venía a invitarme para viajar en metro. es feliz como un niño cada vez que se monta en los vagones y observa, sin perder un sólo segundo la sonrisa, con su boina de pueblo, el bastón que le ayuda a encontrar el siguiente paso y su barba dura y cerrada de tres días, todo el trasiego que se organiza en cada estación. ya se había hecho a la idea de mudarse al otro mundo sin conocer el metro, del que tanto oyó hablar que se construiría desde hace más de cuarenta años. por eso ahora lo coge todo los días y se llena con las historias que imagina de los pasajeros, para cuando llegue a casa, algo cansado, nadie esperando, los despojos del silencio no hagan demasiado ruido. sólo esteban, que sube los domingos a jugar una partidita de ajedrez a la hora del café, rompe esta monotonía de reloj suizo. una vez, cuando esteban se fue un par de semanas a asturias, hasta dejó entrar en casa a una pareja de testigos de jehová, sólo por pasar un rato de conversación. “miren, no se molesten en salvar mi alma, si cuando muera no vuelvo a ver a teresa, ¿para qué quiero creer en dios?”, apuntaba federico sin despegar la vista del tablero y dejando en jaque al rey de las negras. aún así le regalaron una biblia pequeñita de pasta azul que reza como calzador en la mesa de la salita, un poco coja como federico, sentado en el vagón junto a una chica con pecas.

javier m.

1 comentario:

Aura dijo...

"para cuando llegue a casa, algo cansado, nadie esperando, los despojos del silencio no hagan demasiado ruido".

(maravilla)