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martes, 25 de mayo de 2010

obentraut strasse 9

cuando josefina murió tenía 84 años. no pude acercarme a su último cumpleaños, cuando andrés volvió a probar una magdalena después de unas décadas de abstinencia sin tomar un sólo dulce y el día en que francisca estrenó su nueva cadera de titanio bailando un pasodoble con diego, don diego de la hara, el único que presumía en la residencia de tener un lastre de sangre azul. había conseguido un trabajo de unas cuantas horas en una librería del centro, sólo por las tardes, así que me perdí cuando vistieron de princesa a josefina, con el traje con el que estuvo a punto de casarse, allá por los años cuarenta. siempre mantuvo el mismo tipito de señorita delgada y risueña, con pómulos marcados y cabellera delicada, como su piel, con tendencia a quedarse más cerca del chasis de su cuerpo que de estirarse a base de una agradecida y regular dosis de pucheros y cocidos. su boda, cuando ya había conseguido la plaza fija en una escuela de cádiz y esperaba a un crío, no llegó a celebrarse. su prometido se esfumó unas semanas antes, a américa, y jamás supo que luis, a los pocos meses de nacer, se volvió con dios, como decía josefina, que miraba al suelo y guardaba silencio unos minutos, hasta que me preguntaba una vez más qué día es hoy y quién era yo. así era su memoria, aterrizaba y despegaba, se encendía y se apagaba, describía con exactitud de cinematógrafo su infancia en el norte de áfrica, en larache, o sus paseos en bici cuando la ingresaron en un internado de inglaterra, cerca de londres, para luego largarse como el rastro de humo de un fósforo, hasta que algún detalle, algún descuido proporcionado por la rutina, volvía a darle al interruptor de las luces en el desordenado camerino de su cabeza. nunca se enamoró de nuevo, aunque andrés, en la residencia, no dejaba de tirarle los tejos, pero ella decía que no le gustaba, que corría como un loco cuando se subía a su silla de ruedas eléctrica. en el álbum de recuerdos de josefina no apareció nadie más. se entregó por completo a la enseñanza, a los niños, a los que amaba con pasión como si todos fuesen luises o luisas, como si pudiera llenar con ellos aquel hueco vacío que se le quedó en el pecho. luego vino el incendio en casa y la compasión de una sobrina cuando la cabeza de josefina apenas salía de las tinieblas. la visitaba todos los martes, por la mañana, un día antes de nuestros paseos. ella me hablaba en blanco y negro y yo le pintaba a duras penas el presente, sus adelantos tecnológicos y sus atrasos en urbanidad, a modo de portada de periódico, como la de aquellos que guardamos sin saber por qué, ya amarillentos, en la estantería, con el tiempo detenido en sus entrañas.

javier m.

1 comentario:

Aura dijo...

A diferencia de Josefina, entre mi piel y mi chasis sí que se alojan cocidos y pucheros. También queda huequito para la belleza (nutritivo indispensable) y ahí es donde se colocan tus relatos.

Gracias Javi.