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miércoles, 6 de enero de 2010

OBEDIENCIA A LA VIDA

¿Cómo va esa vida?
J.D. Salinger

OBEDIENCIA A LA VIDA


Mi madre llama al timbre de abajo. Aparto el brazo flexible de la lámpara de mesa y me levanto a abrir. Mi padre está aparcando el coche. Alcanza a mi madre en el descansillo del segundo.

– Tened cuidado con el agua de las escaleras –les advierto–. No vaya a ser que resbaléis.

La galerna del día anterior había arrancado de cuajo la claraboya del tejado. Apareció, más tarde, en el patio de luces, hecha pedazos.

– Cuidado también con el charco.

– ¿Qué charco? – me pregunta mi padre.

– Ese de ahí.

Cuando se desata un temporal, el agua irrumpe por la rendija que hay entre el marco y la hojas de madera de la única ventana que da a la calle, se precipita por la pared, y como el suelo no está a nivel, corre por las baldosas y se acumula en el centro de la sala de estar.

– ¿Dónde te pongo esto? – me pregunta mi madre.

Es una bolsa con ropa. Como no tenemos lavadora, una vez a la semana, de jueves, mi madre se lleva a su casa nuestra ropa sucia. Nos la trae al otro jueves. Limpia. Y planchada.

– No sé. Ponlo por ahí. En cualquier sitio. Donde tú quieras.

– ¿Ángeles? –me pregunta mi padre–. ¿Está durmiendo?

– Antes estaba.

Ángeles había cogido de traspaso, a medias con su hermana Nieves, un bar de copas en la zona del muelle deportivo, La Sal. Trabajaba todas las noches a partir de las doce o doce y media, menos la noche del jueves, del viernes y del sábado, que entraba antes, hacia las once, para que Nieves pudiera ir a cenar con sus amigas.

– ¿La habremos despertado? – me pregunta mi madre.

– No me parece.

Se acostaba rendida, machacada, rota, nunca primero de las cinco, a veces hasta más tarde: subía para casa cuando las cigarreras de la Fábrica de Tabacos, que empezaban su jornada laboral a las seis en punto de la mañana.

– ¿Y tú? –me pregunta mi madre–. ¿Cómo vas de eso? ¿Te encuentras mejor?

Mi madre aún piensa, lo pensará siempre, que la enfermedad que sufro es igual que una gripe, que se cura sola, guardando cama unos días…Y no, mamá, entérate, estamos hablando de una enfermedad crónica, estamos hablando de diabetes, diabetes insulinodependiente.

– Como siempre, mamá. Tirando. ¿Cómo quieres que me encuentre?

– Tienes que tener fe –me dice–. No tienes que desesperar. Ya verás como todo se acaba arreglando.

Al principio fue muy duro. Todavía lo es. Salí de la consulta de mi médico de cabecera, subí a mi coche, introduje la llave en el contacto y las lágrimas arrancaron a la primera.

Tranquilo, me dijo Ángeles. Tranquilo, repitió. No llores. Ahora ya sabemos por qué eres tan dulce.

– No tienes tú libros aquí ni nada – me dice mi padre.

– Cerca de dos mil – le digo.

– En eso gastas tú el dinero – me dice.

– Deberías dejar de comprar tantos libros –me dice mi madre–. Va a llegar el día en que no vas a disponer de espacio suficiente donde meterlos.

– Ya no compro tantos –le digo–. No tengo dinero.

– No tendrías que haber dejado el trabajo – me dice ella.

¿Qué pensarían los que leen tus libros si pudieran verte ahora ahí metido?, me vacilaban mis compañeros de trabajo.

Con un traje de mosquitos. En un contenedor de acero. Entre cascarilla, trozos de fleje y restos de comida. Debajo del balancín de la grúa, vaciando los cubos de basura de todo el taller de laminación norte.

¿Eh?, me vacilaban. ¿Qué dirían tus lectores?


Cuando me diagnosticó la muerte dulce, lo primero que hizo el médico de la seguridad social fue rellenar el parte de baja y entregarme un volante para que a la mañana siguiente, a eso de las nueve, fuera, por urgencias, al hospital de Cabueñes.

Cuando salí de allí, del hospital, me presenté en el despacho del doctor Valdenegro, jefe de los servicios médicos de la empresa.

Le expuse la situación tal y como yo la veía. Tal como era. Llevaba diez años trabajando a tres turnos, en el taller de laminación, entre ruido, escoria, chatarra, tinieblas, vigas de acero, carriles, suciedad, pegotes de grasa y objetos punzantes, equipado con un mono de trabajo, un casco protector, tapones para los oídos, guantes y botas de seguridad, con la puntera de acero, es decir, el ambiente menos indicado para mi dolencia.

Le hablé de la necesidad de encontrar un puesto compatible fuera del taller, a jornada normal o a jornada partida; un puesto de trabajo que reuniera unas mínimas condiciones higiénicas y me permitiera ausentarme sin tener que pedirle permiso a nadie si, pongo por caso, tuviera que medir el nivel de glucosa en sangre, inyectarme insulina o salir a comer algo dulce si me diera un bajón, lo que en términos médicos se conoce como hipoglucemia.

Soy consciente, por supuesto, le dije, que eso llevará implícita una reducción sustancial del salario que percibo, pero el dinero no me importa, en este caso es lo de menos, tengo que mirar por mi salud, ¿comprende?, porque si no miro yo por ella, ¿quién va a hacerlo entonces?

Si le consiguiera un puesto de esas características, me dijo, ¿empezaría usted a trabajar?

Empezaría mañana mismo, le aseguré.

Al cabo de una semana o así, recibo una llamada telefónica:

Soy el doctor Valdenegro. Preséntese lo antes posible al jefe de personal. Tenemos un puesto para usted. No puede dejarlo escapar. Es una oportunidad única en la vida.

¿No será el puesto de presidente de la empresa, no?

No era el puesto de presidente de la empresa. Era el mismo puesto que el anterior. Con una sola diferencia: trabajaría a un turno, al de las seis de la mañana, el peor.

Vaya preparándome la liquidación, le dije al jefe de personal. Dejo esta empresa.

– Además ese trabajo –me dice mi padre–. Sin ninguna responsabilidad… Y con ese sueldo.

– Y mira que te lo advertimos tu padre y yo.

– Pero él nunca hace caso a nadie – dice mi padre.

– En eso tiene bien a quién parecerse – le dice mi madre, mirándole.

– ¿Y ya has pensado a qué te vas a dedicar cuando dejes de cobrar el paro? Porque el paro no dura eternamente.

– Estoy escribiendo una novela – digo.

– Si por lo menos ganaras algo de dinero con eso de la escritura – me dice mi madre.

– Los buenos escritores solo triunfan después de muertos –dice mi padre–. O cuando ya son mayores.

Mamá, papá, no se trata de dinero. O no solo de dinero. He funcionado siempre por la ley del mínimo esfuerzo posible. Jamás en la vida me ha interesado nada lo suficiente como para entregarme a ello en cuerpo y alma.

Cuando en 3º de B.U.P. me expulsaron por mal comportamiento del colegio al que iba, el colegio de La Inmaculada, mi padre llegó a casa del trabajo y fue directo a mi habitación:

¿No tendrás pensado ahora pasarte todo el santo día tirado en la cama como un perro y haciendo el vago, eh?

¿Y qué quieres que haga?

Estudiar, no. Eso ya nos lo has dejado claro. Pero tendrás que ir pensando en salir a buscar un trabajo. Te lo busco yo, si quieres.

No me gusta trabajar.

¿Y qué te gusta entonces?

Nada.

Algo habrá que te guste.

No.

A todo el mundo le gusta algo.

Yo no soy todo el mundo.

Hasta empiezo a dudar que seas hijo mío. Me cuesta trabajo creer que un hijo mío pueda ser tan inútil. ¿A quién cojones habrás salido? A mí no, desde luego. A tu madre, a la familia de tu madre, a ella has salido, eso seguro.

José Luis, intercedía mi madre, por hoy ya estuvo bien, ¿no te parece? Déjalo ya, anda, y vamos a la mesa, que se enfría la comida.

A ti más te vale callar la boca. No vengas aquí a defenderle. Si se ha echado a perder es por tu culpa. No sabes hacer otra cosa que consentírselo todo. Concederle al nene cualquier caprichito que se le antoje.

– ¿Ya hablaste con él? – le pregunta mi madre a mi padre.

– ¿De qué tenía que hablarme?

– Parece mentira para ti que aún no se lo hayas contado.

Mi padre agacha la cabeza, incómodo, avergonzado casi, y su mirada se zambulle en el charco de agua.

– Tienen que operarle – me dice mi madre.

– ¿Cómo que operarle? –Mi padre no se ha puesto enfermo en toda su vida, ni un catarro, y eso que no hace más que atentar contra su salud–. ¿De qué?

– Del bazo. Puede que tenga un tumor.

Se podría decir, sin faltar del todo a la verdad, que el cáncer es una de las principales causas de fallecimiento entre los miembros de mi familia y mis allegados más cercanos.

– ¿Y es grave?

– No lo sabrán hasta que no entre al quirófano.

– ¿Y cuando le van a operar?

– Pronto. El martes tiene cita con el anestesista.

– Berta –dice mi padre–. Se nos está haciendo tarde.

Les acompaño hasta la puerta.

– ¿No vas a darnos un beso? – me pregunta mi madre.

Les doy tres; dos a ella y otro a él.

– Y no te preocupes –le digo a mi padre–. Ya verás como no es nada.

– No estoy preocupado – me dice, y empieza a bajar por la escalera.

En cuanto se pierde de vista, mi madre abre el bolso y coge el monedero.

– Si me ve tu padre, ya tenemos un disgusto –me dice y me pone un billete en la palma de la mano–. Ojalá pudiera darte más… Pero esta temporada estamos teniendo muchos gastos.

– Está bien así, mamá. No te preocupes. No tienes por qué darme nada. Pero gracias.

– Dale recuerdos a Ángeles.

Me asomo a la ventana para verles marchar.

Mis padres siempre han mirado antes por el bien de sus hijos que por el suyo propio. Nos habían proporcionado, a mi hermana y a mí, a costa de muchos sacrificios, la mejor educación posible, la que ellos no habían recibido, y siempre en los mejores colegios.

No tengo ni para comprarme unas enaguas por dároslo todo a vosotros.

Mis padres siempre habían obedecido a la vida, nunca le habían llevado la contraria. Y en pago a esa obediciencia, ¿qué les había traído la vida? Disgustos, desgracias, enfermedades…

Y un hijo que era una verdadera calamidad.

Que nunca tenía una palabra amable para con ellos.

Que no les había dado más que disgustos.

Que les trataba poco menos que a la baqueta.

Se dan la vuelta y me dicen adiós con la mano.

Mi padre tiene que ir al banco a arreglar unas cosas.

Mi madre tiene hora en la peluquería.

Me aparto de la ventana y miro a ver de cuánto es el billete.


Un poema en prosa de David González.
http://www.davidgonzalezpoeta.com/

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