
pedro compartía habitación con una mariposa. cuando se iba cada mañana a la copistería siempre dejaba la ventana abierta por si decidía marcharse, pero al regresar seguía allí instalada, tal vez sobre algunos de los libros esparcidos por el escritorio o posada en el triste geranio que atrapaba algunos hilillos de sol al mediodía. entonces era el momento que pedro aprovechaba para abrir una lata de cerveza y, sentado en un pequeño taburete, tan pequeño que pedro podía descansar los brazos sobre sus rodillas, se dedicaba a observarla mientras venían a su cabeza nuevas historias para escribir en su blog. un día se preguntó qué podría darle de comer, así que empezó a dejarle mijitas de pan, algunos granos de azúcar también, por sus lugares comunes, aunque nunca estuvo seguro de si le servían de algo. su postura siempre era algo inquietante, apenas se movía, pero tampoco mostraba temor cada vez que pedro se acercaba lo suficiente para sacarle una fotografía. no era realmente bonita, sus alas eran negras con unas tiras rojas muy finas, salpicadas un poco de motas amarillas, irregulares tanto en la forma como en las tonalidades, lo que la convertían en una mariposa peculiar. si era una amarinta o una catagrama no lo tuvo claro pedro cuando buscó clases de mariposas en su viejo diccionario sopena, regalo de una profesora de historia medieval con la que entabló cierta amistad en la universidad. maría, se llamaba. solía dejar los temarios para sus clases a última hora, cuando la copistería estaba vacía, así que tenían tiempo para conversar. era delgada, de pechos pequeños y sonrisa desenvuelta, y su piel estaba decorada de pecas, redondas y con siluetas de continentes, irregulares tanto en la forma como en las tonalidades. un martes de abril, al terminar de trabajar, con olor a fotocopia, pedro llamó al despacho de maría. él se quedó con la suavidad de sus labios y ella con el sudor de su cuerpo. fue la única vez que se amaron. y desde entonces comparten habitación.
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